Caprichos de la memoria. Vivimos felices, con nuestras rutinas cómodas y las múltiples alegrías diminutas que colorean nuestros días, y sin apenas darnos cuenta, de tanto dirigir la mirada hacia adelante, se nos va olvidando todo lo que no sea este presente y sus perspectivas inmediatas. Emily Dickinson nos propone hacer un alto y mirar en la cajita de los recuerdos. Ver qué contiene. Acariciar la memoria y demorarse en ciertos detalles. Parar el tiempo durante el ratito que dure el viaje al pasado. Y observarlo todo de lejos, desde la distancia del tiempo vivido y un presente que sabe mucho más de futuro que de pasados encerrados.
POEMA 169
Mirar en la cajita de ébano, con devoción,
cuando los años han pasado,
sacudiendo el aterciopelado polvo
que los veranos han posado.
Levantar una carta hacia la luz,
oscurecida ahora, con el tiempo;
repasar las palabras desvaídas que,
como el vino, un día nos alegraron.
Tal vez, encontrar entre sus cajoncillos
la arrugada mejilla de una flor,
recogida hace mucho, una mañana,
por una galante mano desaparecida.
Un rizo, quizás, de frentes
que nuestra constancia olvidó;
tal vez, un antiguo adorno
de una moda que ya pasó.
Y después, dejarlos reposar de nuevo,
y olvidarnos de ellos,
como si la cajita de ébano
no fuera asunto nuestro.
Siempre que pensamos en Emily Dickinson (1830-1886) nos la imaginamos mirando por la ventana de su habitación, en su casa familiar de Amherst, Massachussetts, escribiendo tranquilamente un nuevo poema en su cabeza mientras pasa las horas observando la naturaleza. Vivió buena parte de su vida recluida en esa habitación, no se casó, no mantuvo amistades más que por correspondencia y sólo se publicaron ocho poemas suyos antes de su muerte. La naturaleza, la muerte y la trascendencia de lo cotidiano eran sus temas predilectos, y en torno a ellos escribió unos 1800 poemas enigmáticos y sencillos que la convirtieron, sin que ella llegara a enterarse, en una de las poetas norteamericanas más importantes de todos los tiempos.
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