Estamos hechos de huecos, de pequeños vacíos. Lo notamos cuando nos reunimos con amigos que hace tiempo que no hemos visto y nos damos cuenta de cuánto los habíamos echado de menos y de cómo su presencia (y sus risas y su forma de abrazarnos y de entender el mundo) rellena un hueco que no habíamos advertido. Lo notamos cuando cantamos en un coro y una emoción desconocida nos inunda el pecho (y los ojos). Cuando recuperamos un sabor o un paisaje o una foto de nuestra infancia y el puzle caprichoso de nuestra historia se enriquece con una pieza más que no sabíamos que faltaba. Lo notamos, también, cuando leemos poemas como este: palabras que nos cubren la espalda hasta que dejamos de esperar y nos entregamos con la piel desnuda.
Mi corazón nació desnudo
y fue envuelto en canciones de cuna.
Más tarde, ya solo, llevó
poemas por ropa.
A modo de camisa
cubrían mi espalda
los poemas que había leído.
Así viví durante medio siglo
hasta que nos encontramos y no hubo necesidad de palabras.
Por la camisa colgada en el respaldo de la silla
sé esta noche
cuántos años
de aprender de memoria
te he esperado.
A los treinta años, John Berger (1926) decidió abandonar su carrera como pintor para dedicarse a escribir, no porque dudara de su talento sino porque consideraba que era la mejor manera de posicionarse en relación a las injusticias sociales del mundo de la Guerra Fría. Ha publicado ensayos, novelas, poesía y críticas de arte en multitud de medios de comunicación y ha sabido dar voz a distintas causas, entre ellas la destrucción del mundo rural y los estragos que provoca la avaricia capitalista en el mundo occidental.
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