Fuego. Muchos poetas buscan la intensidad de las palabras como si quisieran prenderles fuego. Y viven sus horas de melancolía prendiendo cerillas, mirándolas arder hasta que les queman los dedos, como si esa incandescencia fuera un reflejo de su interior. Los poemas de Alberto Conejero son así, incendios permanentes, palabras que crepitan en la oscuridad en busca constante de su propia trascendencia.
Como recién llegado al mundo,
a la estampida de raíces a la que llaman vida,
aprenderás de nuevo el orden de los astros,
la laboriosa ciencia de ser en los otros
otra vez solo, tú,
polizón de los días que aún te aguardan.
No esperes el asilo de los pájaros.
No aguardes el consuelo de la nieve.
Aquí, arrojado, aprendiz del oficio
de intemperie, comprenderás, tarde o temprano,
que no hay albergue en el corazón de un náufrago
si no es para las olas.
Alberto Conejero (1978) se hizo un hueco en nuestras conversaciones cuando fuimos a ver La piedra oscura, una obra de teatro suya que reconstruye lo que pudieron ser las últimas horas del último amante de Lorca. La obra era intensa hasta el desgarro y su poesía refleja ese mismo sentimiento exaltado hasta el límite.
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