La poesía de Pizarnik es peligrosa. Abres un libro suyo, lees un poema, y ya no sabes cómo despegar la vista de tanta intensidad. Muchos versos son indescifrables, necesitan contraseñas que quizá sólo los muy desesperados o los muy solitarios guardan. Y otros cobran de repente relieve en el papel y se quedan ahí solos, eclipsando al resto con el impacto que provocan.
A nosotros nos gusta jugar con los versos que pueden significar varias cosas distintas a la vez. Y Pizarnik es una maestra en crear un enigma con cada imagen poética. Este poema, en su brevedad, puede hablar de multitud de cosas. Y hemos decidido que para nosotros hable del paso del tiempo, de la fragilidad de la vida, de un pensamiento que quizá se convierta en sonrisa y de una muerte siempre al acecho pero de la que hoy no nos apetece hablar.
La vida juega en la plaza
con el ser que nunca fui
y aquí estoy
baila pensamiento
en la cuerda de mi sonrisa
y todos dicen que esto pasó y es
va pasando
va pasando
mi corazón
abre la ventana
vida
aquí estoy
mi vida
mi sola y aterida sangre
percute en el mundo
pero quiero saberme viva
pero no quiero hablar
de la muerte
ni de sus extrañas manos.
Alejandra Pizarnik (1936-1972) es la poeta de la soledad y del dolor que provoca el aislamiento. Su poesía refleja un sufrimiento constante, intensificado por una inteligencia fuera de lo común que lo diseccionaba en sus diarios y sus poemas. No dejó ni un momento de mirarse hacia dentro y de escarbar en esa herida que venía de su infancia y que transformó en una poesía bella y terrible, alimentada por el deseo de comunicar, de amar, de compartir, de ser amada, y la incapacidad de formar parte de nada más que de su propia vida dolorida.
Vivió en Buenos Aires, París y breves temporadas en Nueva York. Fue admirada y premiada, aunque poco conocida. Hoy es una de las poetas latinoamericanas más importantes del siglo XX. Se suicidó a los 36 años.
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