Cada noche abrimos o cerramos la ventana. Vivir es abrir y cerrar ventanas constantemente. Este poema es una ventana. Una ventana a los últimos días de la vida de Lope de Vega, dramaturgo y poeta aurisecular que nos ha gustado siempre por su obra y por su vida y al que apreciamos especialmente desde que leímos este poema. Fue un profesor de Literatura medieval quien nos lo hizo leer en clase. Y no se puede borrar de la memoria literaria su último verso.
No podemos ni queremos olvidarlo porque todo el poema es un canto de amor maravilloso y su colofón resulta antológico por la sinestesia, por su intensidad y por la empatía del autor con este Lope anciano y enamorado, en un amor sosegado y casi eterno.
He abierto la ventana. Entra sin hacer ruido
(afuera deja sus constelaciones).
«Buenas noches, Noche».
Pasa las páginas de sombra
en las que todo está ya escrito.
Viene a pedirme cuentas.
«Salí al rayar el alba —digo—.
Lamía el sol las paredes leprosas.
Olía a vino, a miel, a jara»
(Deslumbrada por tanta claridad
ha entornado los ojos).
La llevan mis palabras por calles, ascuas, no lo sé:
oye la plata de las campanadas.
Ante la puerta de la iglesia
me callo, me detengo —entraría conmigo
si yo no me callase, si no me detuviera—;
yo sé bien lo que quiere la Noche;
lo de todas las noches;
si no, por qué habría venido.
Ya mi memoria no es lo que era. En la misa del alba
no dije Agnus Dei qui tollis peccata mundi,
sino que dije Marta Dei (ella es también cordero de Dios
que quita mis pecados del mundo).
La Noche no podría comprenderlo,
y qué decirle, y cómo, para que lo entendiese.
No me pregunta nada la Noche,
no me pregunta nada. Ella lo sabe todo
antes que yo lo diga, antes que yo lo sepa.
Ella ha oído esos versos
que se escupen de boca en boca, versos
de un malaleche del Andalucía
—al que otro malaleche de solar montañés
llamara «capellán del rey de bastos»—
en los que hace mofa de mí y de Marta,
amor mío, resumen de todos mis amores:
Dicho me han por una cartaqué sabrá ese tahúr, ese amargado
que es tu cómica persona
sobre los manteles, mona
y entre las sábanas, Marta.
lo que es amor.
La Noche trae entre los pliegues de su toga
un polvillo de música, como el del ala de la mariposa.
Una música hilada en la vihuela
del maestro del danzar, nuestro vecino.
En la cocina la estará escuchando Marta;
danzará, mientras barre el suelo que no ve,
manchado de ceniza, de aroma, de trigo candeal,
de jazmines, de estrellas, de papeles rompidos.
Danza y barre Marta.
Pido a la Noche que se vaya. Hasta mañana. Noche.
Déjame que descanse. Cuando amanezca regaré el jardín,
saldré después a decir misa
—Deus meus, Deus meus, quare tristis est anima mea—
luego volveré a casa, terminaré una epístola en tercetos,
escribiré unas hojas
de la comedia que encargaron unos representantes.
Que las cosas no marchan bien en el teatro,
y uno no puede dormirse en los laureles.
Hasta mañana, Noche.
Tengo que dar la cena a Marta,
asearla, peinarla (ella no vive ya en el mundo nuestro),
cuidar que no alborote mis papeles,
que no apuñale las paredes con mis plumas
—mis bien cortadas plumas—,
tengo que confesarla. «Padre, vivo en pecado»
(no sabe que el pecado es de los dos),
y dirá luego: «Lope, quiero morirme»
(y qué sucedería si yo muriese antes que ella).
Ego te absolvo.
Y luego, sosegada, le contaré, para dormirla,
aventuras de olas, de galeones, de arcabuces, de rumbos marinos,
de lugares vividos y soñados: de lo que fue
y que no fue y que pudo ser mi vida.
Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar.
Desde los 17 a los 22 años, José Hierro (1922-2002) estuvo preso en una cárcel franquista. Le acusaban de intentar proteger a presos políticos, entre otros, a su padre. No es de extrañar que su primera poesía ahondara en el desarraigo y la crisis existencial.
Tenía la costumbre de no escribir nunca en su casa. Quizá porque pensaba que los libros buenos se escriben fuera del hogar, como escribió los primeros. Y así, siempre se le podía encontrar en los cafés y terrazas, con la mesa llena de papeles, esbozando sus poemas.
Recibió numerosos premios y hoy los institutos y centros culturales con su nombre proliferan como la buena hierba.
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